© MARIA EIPER
 

María Eiper o la iconografía del secreto

 

por Carlos Delgado

Historiador y Crítico de Arte

 

 

  La obra pictórica de María Eiper juega con los estímulos del presente y de la memoria.  Esta tensión entre dos ámbitos temporales sumerge su trabajo en el terreno de una significación polisémica, ya que la artista no busca un punto de partida que se convierta en un referente inmutable; al contrario, cada construcción plástica, y a través de técnicas y procedimientos diversos, abre el camino de la sugerencia, de la evocación y de la interrogación.

 

  Una primera visión de las diversas opciones sobre las que María Eiper investiga en la actualidad (y que dividimos en tres series, "Llaves", "Venus" e "Impresiones") provoca inmediatamente el deseo de indagar en el significado último de su iconografía.  Pero la propia pintora, que ha definido su obra como un personal "diario de imágenes", busca en el espectador una interpretación abierta, "sus propias connotaciones según sus sensibilidades y experiencias", más allá del velado componente autobiográfico que sólo la autora conoce en su totalidad.

 

 

La memoria de una llave enterrada

 

  Un motivo recurrente en la producción de María Eiper es la llave, que se adhiere al soporte pictórico como algo más que un simple object-trouvé.  De hecho, y pese a su apariencia de objeto antiguo, dueño de una memoria adherida en su carácter oxidado y su tipología en desuso, se trata de una creación de la propia artista. Neutralizada en su función al ser dispuesta sobre el soporte pictórico, la llave creada pasa a ser expresión de un símbolo cuyas orientaciones semánticas vendrán determinadas por el contexto global de la composición pictórica.

 

  La primera de estas orientaciones, y la más llamativa, se desprende de su ubicación: encontramos estas llaves en un espacio cuyas texturas y "atmósferas" evocan con gran lirismo un espacio subacuático.  Sin embargo, el efecto más decisivo se consuma en su organización grupal: alineadas, dispersas, amontonadas o escondidas bajo la materia, estas llaves establecen sugerentes relaciones entre sí, y que pueden llegar a configurarse como el eje gravitacional del cuadro o a generar el ritmo compositivo global.

 

  La transfiguración artística de un objeto de la vida cotidiana como es la llave surge, en la obra de María Eiper, a través de una doble experimentación conceptual: por un lado, la recuperación de la vitalidad del objeto a través de la plasmación fiel de su fisonomía y, por otro, la alteración de su significado tradicional por medio de estrategias de ocultación y orden compositivo.

 

  El contraste entre el naturalismo de la llave, la inclusión de hilos gruesos y diversas densidades matéricas, y la depuración tonal de su paleta, nos llevan finalmente hacia ámbitos evocadores, donde la asociación de todos estos componentes que se yuxtaponen y entrelazan sobre un mismo soporte aportan una particular lectura plástica y semántica. 

 

  En su conjunto, la obra no es enteramente representacional ni enteramente abstracta -la idea de fondo marino donde las llaves están enterradas se deshace en la belleza de las transiciones tonales y los vaivenes texturales-, y establece la disposición de la llave como el final de una búsqueda:  clave de acceso a otras instancias, la llave nos va desvelando lentamente todos sus contenidos latentes.

 

 

Una Venus exultante

 

  Pero subamos ahora a la superficie para tomar aire.  Allí, sobre el ritmo sinuoso de unas leves olas y como en un acto de prestidigitación, múltiples veces representado en la Historia del Arte, la diosa Venus nace de las aguas transparentes y azules del Mediterráneo.  Y si tasladamos nuestra mirada más arriba, descubriremos que en un sistema solar bautizado por nombres de dioses masculinos, el cuerpo celeste más brillante de todos recibirá el nombre de esta diosa surgida del mar.

 

  La topografía del planeta Venus parece resurgir entre los volúmenes que sobresalen en las piezas de María Eiper pertenecientes a esta serie:  la materialidad exultante, plena de matices, caracterizan una morfología telúrica en expansión.  Pero no intentemos encontrar tampoco en estas obras la plasmación directa de una contemplación, pues como ha señalado la artísta "Venus me gusta como excusa para expresar mi temperamento, mi gusto por el color y la búsqueda de nuevas formas de expresión".  En esta serie, el color, la materia y la luz ofrecen al espectador una vigorosa acción que ha quedado en suspenso, una metamorfosis donde el tiempo se ha detenido y ha dejado petrificada la materia en el intento de una irrupción poderosa.  De este modo, las formas se engranan, se solapan y se deslizan unas encima de otras, proyectándose hacia la tridimensionalidad sin llegar a independizarse del soporte que las origina.

Como estamos comprobando, las pinturas de María Eiper no describen el mundo que vemos cuando abrimos los ojos; sus formas sugieren muchas cosas pero no se pueden identificar firmemente con ninguna, algo que se hará aún más evidente en la siguiente serie.

 

 

Impresiones

 

  La complejidad técnica de los cuadros de María Eiper no es gratuita.  Responde, fundamentalmente, a un deseo expresivo que encuentra en cada materia y en cada procedimiento empleado el camino más adecuado para encauzarlo.  Y si en las series anteriores la artista desgarraba la planitud del cuadro proyectándolo hacia el campo del observador, un nuevo conjunto de trabajos exploran las posibilidad del gratagge dejando las huellas de la inmediatez.  Al arañar la superficie pictórica, tratada con arenas, polvo de marmol u otros materiales, se abre el camino del signo.  Éste, como sus llaves, vuelve a introducir la iconografía del secreto, la duda evocadora, en un soporte revestido por un cromatismo donde la pintora alcanza su más alto grado de refinación y lirismo.